10/07/2006

NUNCA MÁS

El 24 de marzo se cumplieron los 30 años de la página más negra de la historia argentina. Un golpe institucional comandado por militares terroristas de Estado instauró en el país una dictadura criminal, con el objetivo de imponer un modelo socio-económico para beneficio de las multinacionales y los grandes empresarios y en perjuicio de los trabajadores. Una generación de jóvenes militantes que tenían otras ideas fue destrozada. El campo “La Perla” es un símbolo de ese Estado terrorista. Se transcribe la parte esencial del informe que en 1980 armó la Comisión Argentina de Derechos Humanos, en Madrid, tomando como base el testimonio de algunos sobrevivientes. En ese informe, que la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación envió al gobierno provincial, el médico Eduardo Pinchevsky –hasta hace unos meses funcionario pampeano– aparece citado como un entusiasta delator, un prisionero que se cambió de bando sin ejercer resistencia alguna y se lo menciona incluso como uno de los asesinos de un dirigente montonero.
El campo La Perla fue una cárcel clandestina, utilizada por el III Cuerpo de Ejército, bajo el mando del entonces general de División Luciano Benjamín Menéndez. Está ubicada sobre la Ruta nacional número 20, en el tramo que une las ciudades de Córdoba y Villa Carlos Paz. Comenzó a funcionar antes del golpe militar de marzo del ’76. Se integró al organigrama del Destacamento 141. Por La Perla pasaron entre 1.500 y 2.000 personas.
Allí el médico Eduardo Pinchevsky prestó colaboración como delator, según asevera la documentación oficial. “Paco”, que era el alias con el que se lo conocía, integraba la mesa regional de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) de Córdoba. Lo detuvieron el 8 de julio de 1976. El informe señala que en el año ’80 seguía siendo un civil adscripto en el Destacamento 141 (Grupo Calle), que se desempeñaba simultáneamente como oficinista en la Municipalidad de Córdoba en uno de los puestos suministrados al Ejército para realizar tareas de control político. Es uno de los que aparece citado como “prisioneros que colaboraron decididamente con la represión”, especialmente en la realización de tareas de inteligencia.
El informe diferencia a los buchones de la gran mayoría de militantes: la existencia de “prisioneros-colaboradores” no implica negar el heroísmo, la generosidad y dignidad de la inmensa mayoría de quienes pasaron por los campos de concentración y exterminio; ni tampoco un intento de descalificar, a partir de ese hecho, a la militancia organizada que forma parte de la resistencia obrera y popular a la dictadura. Desde la instauración de este método terrorista por parte de las fuerzas armadas argentinas, sólo un ínfimo porcentaje de sus víctimas lograron ser sometidas en su voluntad y convicciones.

DIRECTO A LA TORTURA. Al describir el modo de ingreso y tratamiento en La Perla, la Comisión Argentina de Derechos Humanos cuenta que hacia 1976 el secuestrado era conducido de inmediato a la sala de torturas. La represión era total y sistemática.
Habitualmente llegaban en el baúl de un auto, eran vendados y esposados. Se les aplicaban golpes de picana eléctrica en las partes más sensibles del cuerpo.
En 1977 se implementó otro método. Básicamente, apuntaba a fortalecer en los prisioneros la creencia de que sobrevivirían. El trato era menos brutal y se procuraba convencerlo de que aquél que colaborara salvaría su vida. En caso de no aceptar esta extorsión, era torturado bárbaramente.
Las torturas apuntaban a obtener información sobre las “citas” de encuentros habituales entre miembros de una misma organización. El conocimiento de estas “citas” por acción de la represión se convirtió en el medio más eficaz para la captura de militantes.
Los torturadores conocían de antemano una serie de datos sobre cada uno de los secuestrados y sobre las posibilidades de obtener mayor información. Esto era casi decisivo en la tortura, pues reducía las posibilidades de intentar desviar el interrogatorio. El único camino era resistir hasta la muerte. Y muchos prisioneros lo recorrieron firmemente.

LOS “COLABORADORES”. Se intentaba quebrar la moral del prisionero con la participación de prisioneros-colaboradores que intervenían para demostrar la inutilidad de toda resistencia. Esa intervención resultaba en algunos casos particularmente eficaz por la información reservada que manejaban los torturadores, evidentemente proporcionada y procesada por los colaboradores.
Luego de la primera sesión de tortura y cuando la víctima daba muestras de llegar al límite de sus fuerzas, se interrumpía el tormento y se procedía a una tarea de “ablandamiento sicológico”.
El prisionero era conducido a una oficina donde se le confeccionaba su ficha individual. En los primeros días de cautiverio, los prisioneros eran sometidos a intrerogatorios de “ablande”, entrevistas con colaboradores y nuevos tormentos.
A veces los interrogatorios eran simultáneos a distintos prisioneros, aunque en diferentes ámbitos, lo que determinaba que si no se sufría directamente el tormento se padecía con los gritos de otras víctimas. Era habitual perder la noción del tiempo transcurrido.
El acoso al prisionero sólo cesaba cuando los torturadores arrancaban alguna información o cuando el tormento ponía en peligro la vida del secuestrado que por su comportamiento se suponía era una importante fuente de información potencial. En cualquiera de los dos casos, los prisioneros eran conducidos a un galpón con capacidad para alojar en condiciones muy precarias hasta 70 prisioneros.

QUIEBRA PAULATINA. En los primeros tiempos, a los interrogadores sólo les interesaba la información que tuviera resultados inmediatos, pero luego advirtieron que también podían acopiar información útil para el mediano y largo plazo. Los interrogadores advirtieron la importancia del proceso de quiebra paulatina de algunos prisioneros para la explotación de “puntas” (nuevos contactos con militantes).
En los interrogatorios y también durante la permanencia en el campo, influía en forma decisiva la ubicación jerárquica de los militantes capturados en sus respectivas organizaciones. Los militantes de base, como tenían poca información, implicaban para los interrogadores sólo un interés inmediato. Los cuadros medios recibían un trato levemente diferente. Pero para los responsables y dirigentes en general se reservaban métodos distintos, porque se consideraba que ellos eran objeto de interés a largo plazo. Inclusive les ofrecían “negociar” la obtención rápida de información a cambio de la vida.
Se trataba de minar la capacidad de resistencia de los prisioneros. Uno de los guardias fue escuchado por un sobreviviente cuando afirmó a un prisionero, suicida frustrado: “Aquí dentro nadie es dueño de su vida ni de su muerte. No podrás morirte porque quieras. Vas a vivir todo el tiempo que se nos ocurra. Aquí adentro somos Dios”.
En este mundo infernal, muchos prisioneros comienzan a padecer un estado anímico que los lleva a una desesperación absoluta. La venda sobre los ojos se transforma en una obsesión permanente. La situación síquica de indefensión es total.
Los ojos vendados es una experiencia terrible. Sobre todo en los primeros tiempos es insoportable. La desesperación de muchos prisioneros era una presión constante: ellos estaban en un mundo irreal pero tangible donde se escuchan simultáneamente los gritos de los torturados, los ruidos que producen los palos al golpear la carne de los prisioneros, las risas de los guardias que actúan como si fueran meras oficinas de una repartición. Y también las risas de algunos prisioneros, sobre todo de aquellos que estaban hace tiempo y a quienes ya se les permitía hablar.
Porque pese a todo, la vida fluye aún en un campo de concentración y a las dos semanas de haber ingresado surge la broma, que no es otra cosa que la búsqueda inconsciente del cautivo por recuperar su humanidad destrozada por la tortura y la delación.
Muchos prisioneros cedieron frente a este proceso denigrante y consciente de animalización, en el cual confluían el aislamiento que proporcionaba la venda, la información obtenida por la delación, el sufrimiento de la tortura. Pero otros muchos, aun en esas condiciones, no cedieron. Murieron sin hablar, sin humillarse, luchando, resistiendo hasta el último momento, en un ejemplo de dignidad sin par, demostrando su superioridad moral.

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